sábado, 7 de abril de 2018

1.000 GRULLAS

Ella y sus canciones.
Sus mordiscos.
La memoria y la bendita desmemoria de su siempre dulce y grande y fuerte e infinito corazón.
Mil grullas para jamás olvidarte y nunca dejarte ir...

El asunto es que no importa,
porque aunque estés lejos,
tu siempre estás aquí


domingo, 26 de noviembre de 2017

Juanita Rayuela



"Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar"
Julio Cortázar, Rayuela: Capítulo 7.



Fotografía: Marcela Peláez Ruíz, @LaEscuelafoto

Uno, dos y tres…

A mí no me gustaba estudiar, pero cuando Juanita Rayuela leía cuentos en voz alta, no existían juegos, ni enigmas, ni aviones de papel que me pudieran desconcentrar. Disfrutaba perderme entre sus dientes y navegar en su lengua; más que su voz, era hipnotizante la forma como movía sus labios a destiempo. Las palabras eran lanzadas con una tierna patadita, que la punta de la lengua daba a cada círculo letrado, y se estrellaban disonantes en mis orejas convirtiéndose en silencio… silencio en polvo.

Cuando Juanita leía, movía los labios cerezos de arriba abajo como aspirando grandes bocanadas de aire. En ocasiones los volteaba hacia un lado, y en otras, los arrugaba con una mueca dudosa. A veces, si el relato estaba muy interesante, mordía con los dientes superiores el labio más carnoso que tenía, y lo hacia con tal fuerza, que el cerezo maduraba y parecía sangre agria la que teñía los labios de Juanita Rayuela.

Si en algún momento recordaba algo, un silencio de estrellas espolvoreaba el lugar y las palabras se amontonaban en su lengua como caracoles de mar enterrados en la arena, entonces Juanita se ponía a pensar con sus ojos perdidos por entre nuestras cabezas y todos reíamos porque no sabíamos a quien estaba mirando y ella se perdía entre sus recuerdos, entre sus corazones que volvían, porque eso me lo decía ella, siempre repetía que recordar era volver al corazón. Yo la veía preciosa cuando sus ojos se desorbitaban y temblaban sus labios, no como una luna en un estanque, sino como un bosque entero acariciado por un monzón. Así temblaba Juanita Rayuela cuando recordaba: como una hoja que estremece el universo entero cuando cae.

Cua-atro y cin-co

Acostado en mi cuarto recuerdo esos labios que escondían secretos y masticaban poesías, enciendo un cigarrillo y la boca se dibuja lentamente sobre el techo, la tomo entre mis manos pero se extingue. Con el índice comienzo a siluetearla y nace sin esfuerzo dibujada por el recorrido del dedo, se ve provocativa y brillante colgando como una lámpara fundida. Hubo una ocasión en la que Juanita sacó su lengua, no para mojar sus labios, sino para enseñármela. Rosada y gelatinosa la expuso sobre mis ojos. La Catapulta de silencios de Juanita Rayuela zigzagueó sobre mi frente y encontré allí prendidos todos los besos escondidos de los que alguna vez me habló. En cada pedacito de carne había una historia que ondeaba entre las ficciones que leía y las fantasías que vivía. Ella no tenía corazón por el cual sufrir, ella tenía una lengua que se enroscaba un poquito cuando le dolía el alma y que más de una vez le partieron en pedacitos rosados que guardó celosamente en su garganta.

Seis y siete…

Ahora me siento frente a la ventana y el sol, ya desaparecido, deja un resto de piel rojiza pegada en el cielo. A Juanita le gustaban los atardeceres y hubo uno en especial que se dibujó sobre sus ojos el día en que el corazón que reposaba en su boca besó mi lengua y palpitaron en los labios las historias que nunca nos habíamos contado. Cuando su rostro se desfiguró sobre mi cara la voz de Juanita Rayuela comenzó a sonar dentro de mi cabeza, y mientras moríamos de a poquito, quitándonos el aire por instantes, las historias que Juanita leía en clase ahora las contaba en mi cabeza, solo para mí.

Ocho…

Encontré a Juanita un sábado en la tarde tirada en su cama, con los ojos muy cerrados pero la boca muy abierta. Sólo las sabanas, antes blancas, cubrían su cama y la almohada en la que reposaba su cabeza destilaba gotitas escarlatas que se perdían bajo su cuerpo sin vida. En el suelo había algunos libros deshojados y las cortinas de su cuarto bailaban suavemente al ritmo del aire que entraba por su ventana. El guayacán que reposaba afuera comenzó a desflorar y las llamas traídas por el viento caminaban muy despacio por entre los libros que alguna vez le pertenecieron.

La lengua, más roja que de costumbre, ostentaba una herida pequeña en la punta… “no más pataditas Juanita Rayuela, no más conchas enterradas, ni besos palpitantes”. Cuando me acerqué a besarle la frente, agria y húmeda aún por el sudor, noté que sus labios palpitaban con ritmo y temblaban como un pedacito de celofán que navega sobre una cascada de luz. Ese día temblaba como papel, dúctil ante su silencio eterno… ante sus corazones errantes que volvieron para siempre. “No más recuerdos linda, ahora solo queda temblar ante tu olvido y vivir con tus trémulos labios dentro de mi cabeza”.

Nue-ve…


Yo a ella le hubiera reconstruido la lengua y juntos veríamos en el estanque una luna reflejada que se descuartiza por una piedra que da tres tumbos sobre el agua.

…Cielo

Es que Juanita Rayuela nunca entendió que para llegar al cielo solo necesitaba una piedra y la puntita de un zapato.


Fotografía: Marcela Peláez Ruíz, @LaEscuelafoto